La llegada del niño con Síndrome de Down a la familia

 

EN RESUMEN I : El presente artículo está dirigido fundamentalmente a las madres de los niños con síndrome de Down, porque ellas reflejan, mejor que nadie, el costoso proceso de aceptación que se desarrolla al recibir a un niño con síndrome de Down en la familia.

Sin duda, las reflexiones aquí recogidas también son válidas para los padres y otros familiares pero, por lo común, son las madres las que viven con más intensidad las emociones y quienes se ven más afectadas por el desconcertante impacto de la presencia del nuevo niño en el hogar. Profundizando en el misterio de las perogrulladas es posible que lleguen a comprender mejor su propio camino hacia la aceptación.

“Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia”

Por Emilio Ruiz, Oración de la serenidad

LA LLEGADA DEL NIÑO CON SÍNDROME DE DOWN A LA FAMILIA

La experiencia vital de tener un hijo con síndrome de Down es única y viene acompañada de una poderosa carga emocional, que se manifiesta desde el mismo instante en que a los padres se les comunica el diagnóstico, sea éste prenatal o postnatal. Los padres atraviesan una serie de fases en el proceso de aceptación de la discapacidad de su hijo, que reflejan la intensidad de su experiencia emocional (Zulueta, 1991, 1992; FEAPS, 2001; King y col., 2006; Ruiz, 2009). Estas fases no se presentan siempre, ni en el mismo orden, ni con la misma intensidad, y no difieren de las propias de cualquier enfrentamiento a una situación de choque o crisis aguda en la vida de una persona. Es fundamental conocer cómo encaran los miembros de la familia el hecho y de qué manera se modifica el medio familiar para adaptarse a la nueva situación. Las interacciones y los apoyos que se establezcan en su seno, serán determinantes para el adecuado desarrollo del conflicto.

Se comienza por un fuerte impacto emocional, acompañado de desconcierto, por lo inesperado de la noticia, que puede llegar al punto de provocar un periodo de amnesia respecto a lo acontecido esos días o, por el contrario, a recordar vívidamente y de una manera inusual cada detalle del momento en que les notificaron la discapacidad de su hijo, en lo que los neurocientíficos han denominado memoria flash o memoria de fogonazo (Skotko y Canal, 2004). Se ha de tener en cuenta que la comunicación de la noticia es de trascendental importancia, llegando a ser denominada “el primer acto terapéutico” (Flórez y Troncoso, 1988). La forma en que se transmite esa información, así como el momento y el lugar utilizados para hacerlo, pueden ser determinantes para las expectativas que se formen los padres respecto a sus posibilidades futuras, así como para el establecimiento de los correctos vínculos afectivos paternofiliales.

A partir de ahí, las diferentes fases se van presentando, una tras otra o simultáneamente, con avances y retrocesos en el complejo proceso de asimilación de las nuevas circunstancias. La madre, el padre, necesitan tiempo para vislumbrar que después de la noche más oscura siempre amanece y para comprender que hay luz al final del túnel.

PEROGRULLADAS

Según el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, una perogrullada es una verdad o certeza que, por notoriamente sabida, es necedad o simpleza el decirla (RAE, 2001). Una verdad de Perogrullo, personaje proverbial que a la mano cerrada llamaba puño y que el día que se murió fue el último de su vida, es una verdad indiscutible, una verdad como un templo, tan evidente que no es menester manifestarla, porque se da por hecha. Pero Grullo o Pero Grillo quizás fuera un producto de la imaginación popular, pero existen hipótesis e investigaciones en las que se afirma que existió realmente. Se cita ya antes del siglo XV como personaje popular, posiblemente relacionando Grullo con grulla, por la lentitud de movimientos de esta ave, de donde “hombre de comprensión tarda, necia” (Corominas, 2000).

Decir, por ejemplo, “Cuando llueve, la tierra se humedece”, “Al ponerse el sol reina la oscuridad”, “Morir fue su última experiencia” o “El hombre libre vive sin ataduras”, son ejemplos de perogrulladas. También se dice “verdades de Perogrullo” en el mismo sentido.

Las perogrulladas nos ponen en contacto con aquello que es tan evidente que no se ve, por lo que revisando perogrulladas podemos alcanzar una nueva iluminación para descubrir la verdad allí donde más fácilmente se oculta, donde está siempre, entre lo incuestionable. Tendemos a no percibir aquello demasiado alejado de nuestra realidad y, de manera sorprendente, también aquello tan indiscutible que, por excesivamente cercano, es invisible. Las perogrulladas son fuentes de luz, no las infravaloremos.

A partir de ahora repasaremos algunas supuestas perogrulladas que, curiosamente, nos llevarán a descubrir verdades sobre el síndrome de Down camufladas tras la propia evidencia y, al tiempo, permitirán a los padres conocer y comprender algunos de los pasos de su propio proceso de aceptación. No nos dejemos engañar por la aparente simplicidad de la perogrullada pues, si así lo hacemos, no llegaremos a captar el mensaje profundo que portan en su interior. Te invito, amable lectora, amable lector, a realizar este peculiar recorrido conmigo, hacia el interior del síndrome de Down y hacia el interior de ti mismo. Adelante.

LO QUE ES, ES

Ésta es quizás la verdad más evidente y la que más cuesta aceptar, especialmente a los padres y, en muchas ocasiones, a los profesionales. El niño que tiene síndrome de Down tiene síndrome de Down. Y el síndrome de Down no se quita. Dicho con otras palabras: en la actualidad no se conocen remedios médicos, terapias ni intervenciones que consigan eliminar todos los efectos que la trisomía cromosómica del par 21 produce en un niño. La medicina ha conseguido grandes avances en relación con el mundo del síndrome de Down, hasta el punto que se ha conseguido duplicar la esperanza de vida de este colectivo de personas en los últimos 30 años, pasando ésta de menos de 30 a cerca de 60 años. La educación ha alcanzado cotas inimaginables hace apenas unas décadas, como lograr que la mayoría de los niños con síndrome de Down sean capaces de leer de manera comprensiva (Down España, 2009; INE, 2008), conseguir duplicar su coeficiente intelectual en apenas dos décadas (Ruiz, 2009), o que asistan con normalidad a centros educativos ordinarios. Ahora bien, es preciso aceptar que hoy en día no existen reme- dios milagrosos que puedan suprimir o paliar en su totalidad las consecuencias del síndrome. La negación de la realidad es un mecanismo del que se sirve quien se enfrenta a una situación conflictiva externa que le desborda y que no se siente con fuerzas de superar, o con una situación interna que le provoca angustia. Es, en esencia, la no aceptación de una percepción intolerable de esa realidad.

La negación es un escudo protector contra los propios miedos, contra las incertidumbres. El padre o la madre, que reciben la inesperada noticia de que su hijo, su hija, tiene síndrome de Down, buscan asideros en los que volver a encontrar el sentido de su vida, el camino a Italia (Kingsley, 1987; Ruiz, 2010; El blog de Ana). Y, mientras tanto, niegan lo que ven, porque lo que ven no les gusta.

Sin embargo, es preciso ver la realidad como es para poder enfrentarse a ella y responder a sus demandas. Puedo seguir diciéndome a mí mismo que no llueve mientras camino bajo la lluvia y me empapo. Pero en el momento en que reconozco la realidad podré, si no cambiarla, sí tomar medidas para hacerla más llevadera, poniéndome una gabardina o utilizando un paraguas. “Aceptar es darse cuenta de que algo es como es; dejar de pelearse porque es así y decidir si quiero o no quiero hacer algo para que cambie”, nos dice Jorge Bucay (Bucay, 2004).

La negación de la situación, la incredulidad del diagnóstico y de todo lo que alrededor de él se genera, se ve reflejada en determinados mensajes que los padres se envían a sí mismos: “esto no es verdad, esto no me está pasando a mí, es una terrible pesadilla de la que me despertaré mañana”. Suele ir asociada con un vano peregrinaje en búsqueda de un pronóstico más favorable, de una segunda opinión, de una cura milagrosa, y que puede hacer perder un tiempo precioso si se prolonga en exceso, pues se dejan de tomar medidas de eficacia contrastada, como la aplicación de programas de atención temprana, mientras se deambula, de forma confusa, de terapia en terapia.

A partir del momento en que los padres del niño con síndrome de Down aceptan su realidad y ven a su hijo como es, y como es lo quieren, todo va mejor. En el preciso instante en que asi- milan lo ocurrido y siguen adelante con los nuevos parámetros de su situación, pueden ponerse manos a la obra para intentar alcanzar lo mejor para su hijo. En el momento, imprevisto y mágico, en que atraviesan con su mirada los ojos rasgados del síndrome de Down y descubren, por fin, al niño que siempre había estado escondido detrás de ellos, ven la luz al final del túnel, una gran calma los invade y pueden comenzar a recorrer un nuevo camino de su mano (“Ver a través del síndrome de Down”. Revista Virtual Canal Down21, 2009. Fundación Iberoamericana Down21. 2010; Ruiz, 2012).

Existe una palabra en lengua árabe, Makbut, que significa que “está escrito” y viene a decir que las cosas son como son y que, a veces, es imposible detener el río de la vida (Coelho, 2003). Aceptarlo es muestra de sabiduría.

2. Y LO QUE NO ES, NO ES

Del mismo modo, y por contra, ese niño no es el que no es, aunque a los padres les gustaría que lo fuera. Los padres imaginaron un niño perfecto, un niño ideal, fruto de su concepto de lo que un niño ha de ser. Y cuando nace su hijo con síndrome de Down siguen pensando en ese que no es, pero quisieran que fuera. Y han de superar una fase de sentimiento de pérdida del hijo deseado, para poder llegar a querer al hijo real recién llegado.

Todos los padres esperan traer al mundo al niño más hermoso, al más inteligente, al más sano. En el proceso de aceptación de las nuevas circunstancias, los padres han de superar una fase en la que se despiden de ese niño ideal que esperaban y han de recibir al niño real que está aquí. Dennis Prager nos presenta su Fórmula de la desdicha, que puede ayudarnos a entender este proceso: D = E – R (Desdicha = Expectativas – Realidad) (Prager, 2004). Este principio, aplicable a todas las facetas de nuestra vida, es extensible a los padres de un niño con síndrome de Down: su grado de dolor es directamente proporcional al nivel de las expectativas previas cre- adas en su mente. De ahí que quienes se plantearon más altas expectativas respecto a sus hijos, suelen ser los que más sufren. También sufren quienes presentan excesiva preocupación por el “qué dirán”, por la imagen social, por la opinión de los demás, en este caso, porque están en manos de las expectativas de los otros.

Pensar en alguien que no existe, que no está, puede llevar a pretender que el niño con síndro- me de Down alcance metas muy alejadas de sus posibilidades, pues sigue reflejándose en los ojos de quienes le miran la imagen especular de un niño inexistente. De ahí el mecanismo de la compensación, que lleva a algunos padres a luchar porque su hijo sea “el mejor síndrome de Down del mundo”, alentados a veces por el modelo de personas con trisomía excepcionales, únicas, que han conseguido objetivos inalcanzables para la generalidad de las personas con síndrome de Down.

3. LO QUE NO PUEDE SER NO PUEDE SER Y, ADEMÁS, ES IMPOSIBLE

La “Oración de la serenidad” que encabeza este artículo, nos pone sobre la pista de la siguien- te perogrullada: serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valentía para cambiar lo que sí puedo y, sobre todo, inteligencia para ver la diferencia. Enlazando con las dos primeras afirmaciones, creer que con las personas con síndrome de Down es posible alcanzarlo todo es también un grave error. Lógicamente, si no tengo claro lo que es y lo que no es, lo más proba- ble es que me embarque en proyectos más allá de lo razonable, más allá de lo viable.

La preocupación por el futuro es otra de las fases en el proceso de asimilación de la nueva situación en la mente de los padres. Hace unas décadas se establecieron como verdades indiscutibles los denominados “mitos del no”, por los que se afirmaba tajantemente que los niños con síndrome de Down no serían capaces de hablar, de leer o de trabajar de adultos (Flórez, 2003). En consecuencia, y por efecto de la denominada profecía que se cumple a sí misma, no llegaban a hablar, a leer o a tra- bajar, puesto que nadie dedicaba tiempo a prepararles para esos objetivos. Es bien sabido que las personas con síndrome de Down necesitan que se les enseñe lo que otros aprenden sin conciencia ni esfuerzo, por lo que la profecía autocumplida estaba servida. De nuevo, una perogrullada oculta: como no van a aprender, ¿para qué les vamos a enseñar?; como no les enseñamos, nunca llegan a aprenden. Hemos demostrado la hipótesis inicial. Un círculo vicioso de imposible salida.

Esas falsas certezas se fueron desmoronando gracias a la convicción de grupos de padres y profesionales que creyeron en estas personas y en su potencialidad real, lo que abrió una vía de escape en ese callejón sin salida. No obstante, en la actualidad hemos pasado a vivir los que podríamos denominar “mitos del sí”, que defienden que las personas con síndrome de Down podrán alcanzar todos los objetivos que se propongan, sin límite para sus potenciales logros (“Los mitos del sí”. Editorial, 2007; Fundación Iberoamericana Down21, 2010).

Creer que es posible alcanzarlo todo es también ocultar la realidad, no querer ver lo que es, pensando que es lo que no es. El peligro de la compensación planea de nuevo sobre nuestras cabezas. Está comprobado que los mejores resultados en los diferentes ámbitos de la inclusión con personas con síndrome de Down se han alcanzado siempre con la utilización de sistemas de apoyo, con estructuras de andamiaje. El apoyo familiar, paradójicamente, permite al niño con síndrome de Down alcanzar su máxima autonomía; la escolaridad en centros regulares ha producido sus mejores frutos con los apoyos oportunos; y la modalidad de integración laboral en entornos ordinarios más extendida y eficaz es el empleo con apoyo. El nuevo concepto teórico de la discapacidad se basa en este modelo, en el que el funcionamiento individual depende de los apoyos que el entorno proporcione a cada persona (Schalock, 2009; Verdugo y Schalock, 2010; AAIDD, 2011). La aspiración al logro de la independencia absoluta de las per- sonas con síndrome de Down es, seamos sinceros, un sueño inalcanzable, pues hay limitacio- nes insalvables impuestas por la propia naturaleza de la discapacidad intelectual. Por otro lado, ¿quién es absolutamente independiente y no precisa del apoyo de nadie? Mucho me temo que tal persona no existe, tenga o no discapacidad.

Entonces, ¿en dónde situar el límite de nuestras aspiraciones?, ¿hasta dónde luchar, hasta dónde esperar, hasta dónde llegar? Esa meta es difícil de definir, pues será diferente para cada persona con síndrome de Down. A la hora de situar las expectativas, se ha de procurar no quedarse cortos ni ser excesivamente ambiciosos, colocando escalones de ascenso en el progreso de cada individuo que no sean demasiado pequeños, pues asentándole en la comodidad limitarían su crecimiento, ni exageradamente altos, pues le desanimarían. Es conveniente no dejar las esperanzas sustentadas en irre- alidades, sino basarse en un realismo utópico o en una utopía realista. Dicho con otras palabras, colocando los pies en el suelo y la cabeza en las estrellas.

4.SOLO SE PUEDA DAR LO QUE SE TIENE

Esta perogrullada lanza su dardo hacia todo tipo de personas, pero quiero evidenciar su fuerza dirigida hacia los educadores en general y hacia los padres en particular. Con la llegada del niño con síndrome de Down a la familia, aparecen sentimientos de tristeza, de invalidez y pérdida de la confianza en sí mismas, frecuentes en las madres por no haber podido engendrar un niño sano y que hacen que no siempre se sientan capaces de cuidarlo. Uno de los objetivos funda- mentales de la Atención Temprana es, precisamente, transmitir a los padres el sentido de com- petencia y la confianza en sus propias posibilidades y dotar a la familia de estrategias de comu- nicación e intervención (Candel, 2007; Diez, 2008).

Si el padre o la madre están tristes, cansados, apáticos, derrotados es muy difícil que puedan transmitir a sus hijos alegría, entusiasmo, energía. No se puede dar lo que no se tiene. De ahí la urgente necesidad de rellenar nuestro espíritu de esas fuentes de energía emocional saluda- ble. La madre que acaba de tener un niño con síndrome de Down ha de intentar sobreponerse para conseguir el ánimo que más tarde le permitirá sacar adelante a su hijo. Y necesitará momentos para estar sola, para desahogar sus penas, para contar lo que le preocupa y lo que le asusta a quien pueda y quiera escucharla. El padre y la madre han de buscar huecos en el torbe- llino de vivencias de los primeros días para encontrarse entre ellos y compartir sus preocupa- ciones. Y cuanto se encuentren con fuerzas podrán repartir parte de la energía sobrante con su propio hijo y con los demás familiares.

Es preciso primero recargarse de esa fortaleza, de esa alegría, de ese buen humor, de ese entusias- mo, de esa ilusión, para poder compartirla. Y evitar caer en la autocompasión, un sentimiento dañi- no que incapacita, pues te hace creer que eres víctima del destino y no dueño de tu propia vida, con lo que no te permite poner en marcha los recursos propios ni salir en busca de otros. Resulta imprescindible buscar fuentes de ilusión, en el exterior y en el interior de uno mismo, porque es evidente que solo es posible llegar a querer a otros queriéndose antes a uno mismo (Bucay, 2005). Otros padres que han vivido experiencias semejantes constituyen un manantial inagotable de ánimo, de luz y de esperanza (Aguirre, 2004; Ponce y Gallardo, 2005; Ponce, 2008).

En cuanto a los docentes, si un profesor está quemado y solo, porta desilusión, apatía y desinte- rés, no puede transmitir ilusión a sus pupilos. Si no tiene confianza en su interior, malamente puede insuflar confianza en aquellos a los que educa. Quizás la desilusión endémica que actualmente se respira entre los estudiantes no sea más que el eco de la que reciben cada día en las clases, entrega- da por sus profesores. Nos recuerda Fernando Savater (Savater, 1997): “Con verdadero pesimismo puede escribirse contra la educación, pero el optimismo es imprescindible para estudiarla… y para ejercerla. Los pesimistas pueden ser buenos domadores pero no buenos maestros”. Para ser educa- dor es condición sine qua non ser optimista, creer en la posibilidad de crecimiento de aquel a quien educas, sean cuáles sean sus potencialidades y sus limitaciones.

Para trabajar con niños con síndrome de Down el educador ha de sentirse repleto de ilusión, de fe, de confianza, de convicción, creer en las propias posibilidades y en las posibilidades del niño. Para empezar, quien educa ha de creer en sí mismo para, a partir de ahí, poder inculcar esa seguridad en los que de él dependen. El niño con síndrome de Down, acostumbrado al fra- caso, suele contar con una autoestima desdibujada, pobre, yerma, escasa. Y es el educador el que le ha de transmitir confianza, aquella de la que el niño carece. Creer en el alumno para que el alumno crea en sí mismo. Y eso parte de que el profesor también confíe en sí mismo, en su propia capacidad para llevar a buen puerto el proceso de aprendizaje. Porque es innegable que solo se puede dar lo que se tiene.

5. YO SOY QUIEN SOY

Muchos miedos invaden a la madre, a los padres, en una situación en la que, en principio, se sienten desbordados. El temor a no ser capaz de querer a ese hijo o, más bien, a la imagen del mismo creada en su mente, fruto de las visiones negativas que la sociedad difunde. El miedo al “qué dirán”, que viene acompañado de la dificultad para transmitir el diagnóstico y comunicar la noticia a conocidos, amigos y familiares; o la inevitable preocupación por el futuro, sin duda incierto, representado en el terrible interrogante que a todos los padres asalta: “¿qué será de él, de ella, cuando yo falte?”. En realidad, el único temor ante los cambios debería ser la incapaci- dad de cambiar con ellos, de adaptarse a las nuevas circunstancias, creerse atado al pasado, permanecer igual (Bucay, 2004). La madre necesita momentos para abordar esos temores, para sacarlos a la luz, para enfrentarse a ellos, aclarando sus dudas y sus recelos, de forma que pueda comprender lo que le ocurre y aceptar a su hijo tal y como es.

Sin embargo, sobre la madre del niño con síndrome de Down recae, con demasiada frecuen- cia, el peso de la responsabilidad del cuidado del niño junto con el peso de las congojas de quienes les rodean. La situación de incertidumbre que se vive en la familia, al menos en esos primeros momentos, afecta a todos, pero parece que las madres tienen la obligación de ser inmunes y sobrellevar con entereza todo lo que caiga sobre sus hombros.

Muchas madres, para responder a esta demanda tácita, no piden nada para sí mismas y se desvi- ven por mostrarse siempre fuertes y animosas, para que el resto de la familia encuentre en ellas un asidero siempre que lo necesiten. Pero han de saber que “yo soy quien soy”, y no pueden pedirse a sí mismas más de lo que pueden dar de sí. Las madres son quienes son y hasta ahí pueden llegar.

Bien es verdad que la vida nos va poniendo en nuestro camino obstáculos que nos permiten conocernos a nosotros mismos y, sin ellos, probablemente nunca habríamos llegado a descu- brir nuestras propias potencialidades. Superar los propios miedos es la forma de ir más allá de los propios límites. Las piedras con las que tropezamos se pueden convertir en escalones que nos ayuden a impulsarnos. No puedo llegar a saber quién soy hasta que no me enfrento a los retos que la vida me va planteando. Las posibilidades que se ocultan en nuestro interior no pue- den convertirse en realidades si no nos ponemos a prueba.

Se ha visto a madres de niños con síndrome de Down sacando fuerzas de flaqueza para realizar actos que nunca hubieran imaginado que serían capaces de llevar a cabo. Fuerzas salidas de su yo más íntimo, fruto de la energía que surge al intentar sacar adelante al propio hijo, energía que difícilmente hubiera brotado en otras situaciones de menor implicación emocional. Madres que han elaborado programas educativos adaptados, porque los que estaban dis- ponibles no respondían a las necesidades de sus hijos. Madres que han forzado la promulgación de leyes, que han escrito libros, que han organizado congresos, que han impartido conferencias, que han coordinado campañas de concienciación, que han hablado en la radio, en la televisión, para la prensa (Holden, 2010). Madres que nunca hubieran creído que en su interior se encontraba esa fuerza, que no saben de donde ha salido. Yo soy quien soy y mi hijo con sín- drome de Down me ha ayudado a conocerme a mí misma. No obstante, las madres han de conocer el límite de sus propias fuerzas y no pretender dar más de sí de lo que en el fondo pueden. En la vida a cada uno le dan un juego de cartas y no llega a mejor destino, ni obtiene mejores resultados, quien mejores naipes recibe, sino el que emplea los que le han tocado en suerte de la mejor manera posible (Marina, 2004). Y lo peor que le puede pasar a una persona es que se empeñe en jugar con unas cartas que no tiene. Yo soy quien soy y doy de mí lo que puedo dar de mí. Nada más.

6.TÚ ERES QUIEN ERES

La madre ha de mirar a su hijo pensando que “Tú eres quien eres. No quien fuiste en mi mente, no quien me gustaría que fueras, no quien yo soñé que serías”. La realidad no es como convendría, ni como debería, ni como yo quisiera, ni como me dijeron, ni como fue (Bucay, 2005). La realidad es como es, testaruda, como las personas con síndrome de Down. Ver al niño como es, atravesar con la mirada propia los ojos rasgados del síndrome de Down y encontrar al niño real que se oculta en el fondo, superando los propios prejuicios, es la muestra clara de que la aceptación ya se ha producido. Tú eres quien eres y te veo, por fin, como eres. Aceptar a cada uno como es conlleva no intentar cambiarlo para convertirlo en lo que nosotros deseamos que sea. Tenemos la tendencia a intentar modificar a los demás para que sean lo que nosotros esperamos. En las consultas de los psicólogos se agolpan las personas que quieren que les cambien a sus seres cercanos: “cámbieme a mi marido, cámbieme a mi esposa, cámbieme a mi hijo”. Si no me gusta cómo eres, intento transformarte, en lugar de modificar mi mirada. No saben que a la única persona a la que puedo cambiar es a mí mismo. Cuando nada cambia, si yo cambio, todo cambia.

Evidentemente, el educador, padre o profesor, cumpliendo con su obligación, busca cambiar a quien ante él se encuentra, pues intenta, por medio de la educación, transformarle en una persona mejor de quien ahora es y prepararle para los desafíos que la vida le reserva. Sin embargo, el secreto se encuentra en aceptar a cada uno como es, partiendo de su realidad, de sus potencialidades y limitaciones, de sus gustos y aficiones, de sus intereses y necesidades, para permitirle que llegue a nuevos puertos en el viaje por su vida. La educación es una desinteresada tarea de crear espacios para que el otro sea quien es.

La aceptación es, y no puede ser de otra manera, aceptación incondicional. Y cuando una madre, un padre, son capaces de ver a su hijo tal y como es, y como es le aceptan, han dado el paso definitivo hacia la superación de todo el proceso y se encuentran ya en el camino hacia la aceptación, un viaje que se transita durante toda la vida, siempre en ruta, siempre inalcanzada. La aceptación, a fin de cuentas, es la aceptación del hijo, aunque nunca se llegue a aceptar del todo su síndrome de Down (Troncoso, 2013).

7. LO QUE FUNCIONA, FUNCIONA; Y LO QUE NO FUNCIONA, NO FUNCIONA

Un hombre daba palmadas delante de su casa. Un vecino le preguntó:

__¿Qué haces?

__Espanto tigres – respondió.

__Pero si aquí no hay tigres – le comentó, sorprendido, el vecino

__¿Ves cómo funciona? – afirmó, satisfecho, el hombre. Y siguió dando palmadas.

En educación, como en la vida, lo que funciona, funciona. Y, a la inversa, lo que no funciona, no funciona. Sin embargo, a pesar de lo aplastante de esta perogrullada, resulta difícil de entender cómo seguimos aplicando medidas e insistiendo en actuaciones que sabemos a ciencia cierta que no funcionan, pero por tradición, por costumbre, por pereza, por aburrimiento, por cansancio, por prisas o por inercia, porque siempre se ha hecho así, continuamos repitiendo. Las madres, los padres, en el camino hacia la aceptación, continúan repitiendo rutinas en el día a día de sus vidas, que no ayudan al niño, pero que se reproducen de forma inconsciente, como automatismos.

La madre que sigue vistiendo a su hijo con síndrome de Down aun a sabiendas de que hace mucho tiempo que puede hacerlo por sí mismo. El padre que le da de comer a la boca cuando hace años que maneja la cuchara con soltura. Los padres que los visten, los bañan, los peinan, los calzan, siendo ya unos jovencitos que pueden, por sí mismos, asumir todas esas responsabilidades, siguen respondiendo, llevados por la rutina, con algo que no funciona, pero que repi- ten hasta la saciedad, probablemente sin ser conscientes de ello.

“Siempre se ha hecho así” es una de las frases más destructivas, más dañinas, más perjudi- ciales, que aborta las ideas antes incluso de haber comenzado a gestarse. Es una frase que inmuniza contra la creatividad, la innovación y la mejora. Si no funciona, no funciona, y tiene poco sentido seguir con la misma estrategia, aunque por tradición siempre se haya eso así.

Las conductas supersticiosas se repiten una y otra vez, aun a sabiendas de que nada tienen que ver con el resultado. Pero transmiten calma y tranquilidad a quienes las reproducen. En educación, lo que funciona, funciona. Y se ha de seguir haciendo así. Pero lo que no funciona, no funciona y se ha de dejar de hacer. ¿Cómo se comprueba? Parándose de vez en cuando en el día a día a observar lo que se hace, poniendo un espejo en la propia actuación, reflexionando sobre la propia conducta. Haciendo uso de la capacidad de observación, enfrentándose a la realidad y rindiéndose a la evidencia. Y en caso de que se compruebe que lo que se está haciendo no funciona, probando cosas nuevas, buscando caminos diferentes, variando la hoja de ruta, girando el timón.

8. NO POR MUCHO MADRUGAR, AMANECE MÁS TEMPRANO

El refranero español, sabio entre los sabios, nos aporta una perogrullada de gran calado. Las prisas no son buenas para nada, y menos cuando hablamos de la formación de una persona. No se ayuda a la flor a crecer tirando de ella, sino colocándola en tierra fértil, abonándola, regándola, proporcionándole sol, agua y nutrientes. Si se jala de ella, se la arranca.

Las madres, los padres, con frecuencia, llevados por su propia angustia, por sus prisas, intentan adelantarse al niño con síndrome de Down, forzándole a realizar lo que no está preparado ni capacitado para llevar a cabo o realizando por él lo que perfectamente puede hacer por sí mismo. No vale anticiparse, porque nos situaremos por delante del niño con síndrome de Down y de esa manera no podremos ayudarlo. Cuando los padres rebajan sus expectativas y aceptan a su hijo como es, no como les gustaría que fuera, pueden comenzar a caminar junto a él, adaptándose a su ritmo y no haciéndole que siga el paso que se le marca.

Cuando se sitúan a su lado, acompasando su caminar al del niño, todo el mundo consigue más tranquilidad y la angustia, milagrosamente, se reduce. Entonces, el proceso de aceptación va por buen camino. Curiosamente, el refrán inverso también es cierto y nos muestra la enorme riqueza de nuestro saber popular, de nuestro refranero, que puede mostrarnos dos afirmaciones absolutamente contradictorias y, al mismo tiempo, absolutamente ciertas.”Al que madruga, Dios le ayuda”, contiene también, implícita, una perogrullada, pues nos dice que quien más tiempo dedica le dedica más tiempo y, por tanto, obtiene mejores resultados. Nos anima a reflexionar sobre la importancia de la paciencia activa, de la espera laboriosa, de la tranquilidad diligente, que no se limita a dar tiempo al tiempo, suponiendo que la maduración del niño se va a producir de forma natural, como si de una fruta puesta al sol se tratara, sino que, caminando a su lado, va asentando los cimientos, para que, cuando esté preparado se produzca el salto natural hacia una nueva etapa de su desarrollo.

9.SIEMPRE HAY ALGUIEN MÁS GUAPO, MÁS ALTO Y MÁS LISTO QUE YO

Las madres de los niños con síndrome de Down, en el proceso de aceptación, caen en la tendencia a comparar su evolución con la de los otros niños. Primero, con los niños sin discapacidad, sus hermanos, sus primos, sus vecinos, sus compañeros de colegio. Esta predisposición, en un principio, puede resultar lógica e, incluso, productiva. Comparando con los demás puede descubrir el punto en que su hijo se encuentra, conocerlo mejor e intentar actuar en la dirección precisa para acercarse a lo que es normal a una determinada edad.

Sin embargo, no es una postura razonable, aunque no es la razón quien suele guiar estas actuaciones. Existen tablas de desarrollo que nos indican lo que el niño con síndrome de Down puede dar de sí, y que permiten compararlo con la media de los niños con trisomía y no con la media de los niños sin discapacidad, que no son ni pueden ser una referencia para ellos (Down España, 2011). Las madres, según parece, no pueden evitarlo. En este caso, sin embargo, la diferencia es más clara y menos dolorosa, pues hay una conciencia interior que deja claro que no son iguales, que hay algo que les diferencia, que si no tienen trisomía, los demás niños no pueden utilizarse de modelo comparativo.

El problema se agrava cuando en esa tendencia a la comparación se continúa cotejando al niño con los demás niños con síndrome de Down. Y las madres, curiosamente, siempre comparan a su hijo con quienes les superan en algún ámbito. Si el niño tiene dificultades para hablar, siempre hay otro que habla mejor. Si le cuesta caminar, los ojos se dirigen hacia el más hábil motóricamente. Si es lento, nos fijamos en quien se mueve con soltura y si es movido, en el niño tranquilo. La madre lleva siempre la comprobación hacia el niño que está mejor que su hijo, de forma que se hace daño a sí misma y le hace daño al niño. Es como si una fuerza interior, incontrolable, le forzase a hacer esas comparaciones.

Pero, inevitablemente, siempre hay alguien más guapo, más listo y más alto que yo, y si me comparo a mí mismo o a las personas que quiero, con las demás personas y lo hago en sufi- cientes ocasiones, siempre voy a salir perdiendo (Prager, 2004). No te compares: así evitarás que tu felicidad dependa de otros. No es fácil superar esta tendencia, pero la evidencia de la perogrullada nos puede ayudar a encontrar el punto de equilibrio que me permita conocer a mi hijo o a mi hija como es, respetándole y aceptándole por sí mismo, y no en contraste con lo que otros son.

10.LA PARTIDA NO ACABA HASTA QUE ACABA LA PARTIDA

Con las personas con síndrome de Down todo requiere de un tiempo añadido. Se tarda en lograr que el niño llegue a sentarse, a ponerse de pie, a andar, a comer solo, a hablar, a leer,…. Pero todas esas metas se van alcanzando, si se sabe mantener la confianza y la constancia. Esperemos, tengamos paciencia, porque no sabemos nunca cuando va a terminar la partida, porque hasta que no termina, no termina. Y cuando pensamos que ya no hay nada que hacer y que no lo vamos a lograr, no se sabe cómo, de la noche a la mañana, en un momento, se logra lo que ya no teníamos fe ni esperanza en conseguir. En los deportes, el que gana en este momento puede perder al final y hasta el último minuto no termina el partido. En la vida, hasta el último minuto no se sabe qué puede ocurrir. ¿Cuándo se alcanzan los logros? Cuando los logros se alcanzan. Ni antes ni después. ¿Cuántos intentos serán precisos? Los necesarios. No agobiarse, no preocuparse (en el sentido de “ocuparse pre- viamente”) por lo siguiente, sino ocuparse de lo que ahora toca. ¿Cuándo se sentará?; ¿cuándo andará?; ¿cuándo comerá solo?; ¿cuándo irá al colegio?; ¿cuándo leerá?; ¿cuándo trabajará? Cuando lo consiga. Bastante tenemos con lo de ahora. Si uno acepta que la partida no acaba hasta que acaba la partida, es extraordinaria la paz que halla, porque deja de situar su mente y su esfuerzo en el futuro y se centra en el presente, que es lo único que tenemos (Ruiz, 2011). Se aprende durante toda la vida y durante toda la vida se mejora. Esa verdad, una perogrulla- da más, es aplicable a todas las personas. Y a quienes tienen síndrome de Down, con más razón. De ahí que no se pueda saber cuándo se va a lograr un objetivo, porque la partida de la vida no se acaba hasta que la vida termina. Por eso, muchos padres aprenden con los años que lo que pudo ser el mayor motivo de disgusto en un principio, al nacer el niño con síndrome de Down, puede convertirse a la larga en la fuente de las más intensas satisfacciones. Y quien pro- dujo el mayor dolor al llegar, les proporciona las mayores alegrías más tarde, cuando la vida coloca a cada quien en su lugar y a cada cosa en su sitio. Porque la partida no acaba hasta que acaba la partida.

Fuente: “Perogrulladas: El síndrome de Down visto con los ojos de Perogrullo o el proceso de aceptación”. Revista Síndrome de Down. Fundación Síndrome de Down de Cantabria.

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